FRASCO DE ALABASTRO

ALABASTER JAR-FRASCO DE ALABASTROUn significativo hecho sucedió con un frasco de alabastro. Jesús y sus amigos estaban invitados al festín de Simón, un fariseo.1 A un lado del Salvador, estaba sentado a la mesa Simón, a quien él había curado de una enfermedad repulsiva para su sociedad, y al otro lado, estaba su amigo Lázaro a quien había resucitado. Marta servía, pero María escuchaba fervientemente cada palabra que salía de los labios de Jesús.2 En su misericordia Jesús había perdonado sus pecados, había llamado de la tumba a su amado hermano, y el corazón de María estaba lleno de gratitud. Ella había oído hablar a Jesús de su próxima muerte, y en su profundo amor y tristeza había anhelado honrarle. A costa de gran sacrificio personal, había adquirido un vaso de alabastro de “nardo líquido de mucho precio”3 para ungir su cuerpo. Pero muchos declaraban ahora que él estaba a punto de ser coronado rey. Su pena se convirtió en gozo y ansiaba ser la primera en honrar a su Señor. Quebrando el vaso de ungüento, derramó su contenido sobre la cabeza y los pies de Jesús, y llorando postrada le humedecía los pies con sus lágrimas y se los secaba con su larga y flotante cabellera.4 Había procurado evitar ser observada y sus movimientos podrían haber quedado inadvertidos, pero el ungüento llenó la pieza con su fragancia y delató su acto a todos los presentes. Judas consideró este acto con gran disgusto. En vez de esperar para oír lo que Jesús dijera sobre el asunto, comenzó a susurrar a sus compañeros más próximos críticas contra Cristo porque toleraba tal desperdicio. Astutamente, hizo sugerencias tendientes a provocar descontento.

Judas era el tesorero de los discípulos, y de su pequeño depósito había extraído secretamente para su propio uso, reduciendo así sus recursos. Estaba ansioso de poner en su bolsa todo lo que pudiera obtener. Dirigiéndose a los discípulos, preguntó: “¿Por qué no se ha vendido este ungüento por trescientos dineros, y se dio a los pobres? Mas dijo esto, no por el cuidado que él tenía de los pobres; sino porque era ladrón, y tenía la bolsa, y traía lo que se echaba en ella”.5 Judas no tenía amor a los pobres. Si el ungüento de María se hubiese vendido y el importe hubiera caído en su poder, los pobres no habrían recibido beneficio. María oyó las palabras de crítica. Su corazón temblaba en su interior. Temía que su hermana la reprendiera como derrochadora. El Maestro también podía considerarla impróvida. Estaba por ausentarse sin ser elogiada ni excusada, cuando oyó la voz de su Señor: “Dejadla; ¿por qué la fatigáis?” El vio que estaba turbada y apenada. Sabía que mediante este acto de servicio había expresado su gratitud por el perdón de sus pecados, e impartió alivio a su espíritu. Elevando su voz por encima del murmullo de censuras, dijo: “Buena obra me ha hecho; que siempre tendréis los pobres con vosotros, y cuando quisiereis les podréis hacer bien; mas a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura”.6

El don fragante que María había pensado prodigar al cuerpo muerto del Salvador, lo derramó sobre él en vida. En el entierro, su dulzura sólo hubiera llenado la tumba, pero ahora llenó su corazón con la seguridad de su fe y amor. José de Arimatea y Nicodemo no ofrecieron su don de amor a Jesús durante su vida. Con lágrimas amargas, trajeron sus costosas especias para su cuerpo rígido e inconsciente. Las mujeres que llevaron substancias aromáticas a la tumba, conforme a la costumbre, hallaron que su diligencia era vana, porque él había resucitado.7 Pero María, al derramar su ofrenda sobre el Salvador, mientras él era consciente de su devoción, le ungió para la sepultura. Y cuando él penetró en las tinieblas de su gran prueba, llevó consigo el recuerdo de aquel acto, anticipo del amor que le tributarían para siempre aquellos que redimiera.

Muchos son los que ofrendan sus dones preciosos a los muertos. Cuando están alrededor de su cuerpo frío, silencioso, abundan en palabras de amor. La ternura, el aprecio y la devoción son prodigados al que no ve ni oye. Si esas palabras se hubiesen dicho cuando el espíritu fatigado las necesitaba mucho; cuando el oído podía oír y el corazón sentir, ¡cuán preciosa habría sido su fragancia! María no conocía el significado pleno de su acto de amor. No podía contestar a sus acusadores. No podía explicar por qué había escogido esa ocasión para ungir a Jesús. El Espíritu Santo había pensado en lugar suyo, y ella había obedecido sus impulsos. Cristo le dijo a María el significado de su acción, y con ello le dio más de lo que había recibido. “Porque echando este ungüento sobre mi cuerpo, dijo él, para sepultarme lo ha hecho”.8 De la manera en que el alabastro fue quebrado y se llenó la casa entera con su fragancia, así Cristo había de morir, su cuerpo había de ser quebrantado; pero él había de resucitar de la tumba y la fragancia de su vida llenaría la tierra. “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave”.9 “De cierto os digo, declaró Cristo, que donde quiera que este evangelio fuere predicado en todo el mundo, también será dicho para memoria de ella, lo que ésta ha hecho”.10 Mirando al futuro, el Salvador habló con certeza concerniente a su Evangelio. Iba a predicarse en todo el mundo. Y hasta donde el Evangelio se extendiese, el don de María exhalaría su fragancia y los corazones serían bendecidos por su acción espontánea. Se levantarían y caerían los reinos; los nombres de los monarcas y conquistadores serían olvidados; pero la acción de esta mujer sería inmortalizada en las páginas de la historia sagrada. Hasta que el tiempo no fuera más, aquel vaso de alabastro contaría la historia del abundante amor de Dios para con la especie caída.

 

Referencias Bíblicas:

  1. Mateo 26: 6-13
  2. Juan 12: 1-8; 11: 5
  3. Marcos 14: 3; Lucas 7: 37; Juan 12: 3; Mateo 26: 7
  4. Lucas 7: 38
  5. Juan 12: 4-6
  6. Marcos 14: 6-8
  7. Marcos 16: 1; Lucas 23: 56; 24: 1; Juan 19: 40; 2 Crónicas 16: 14, 15
  8. Mateo 26: 12
  9. Efesios 5: 2
  10. Mateo 26: 13; Marcos 14: 9; Juan 11: 2